Al Clinton lo pepenamos en un árbol encallado a la deriva. Don Carmelo, quien piloteaba la lancha fue el primero que lo vio. Allá, miren - gritó -, unos animales.
Regresábamos de videograbar una granja piscícola de mojarras tilapia por el rumbo de Apik Pak, más allá de la iglesia sumergida de Quechula. Pasamos la noche refugiados en la isla de Don Carmelo Altúzar, bajo el arrebato de una tormenta ventolera que azotó, con prolongado redoblar de gotas, el techo de lámina de la casita en donde estuvimos guarecidos.
Esa mañana estaba al tope los niveles de agua de la presa. Había muchos troncos y matorrales aportados por los caudales de los ríos que tributan al embalse. En un enorme árbol arrancado de raíz, aparecía el Clinton con otro animalito.
Con destreza y evitando los objetos sólidos, don Carmelo acercó la lancha a donde se encontraban los pequeños naúfragos. Son monos, comenté de entrada. No, corrigió alguien, son tejones, y están pichitos.
Eran una hembra y un macho, sabríamos después, y estaban de dias de nacidos. Seguramente su madre los trepó al árbol, sin considerar que algún torrente o derrumbe se lo llevaría entre las patas. Era un chicozapote y traía fruto maduros. Nos acercamos con la lancha hasta quedar afiazados en las ramas.
El hijo de don Carmelo se subió al tronco . Los animales chillaban, menenado sus narices, como explorando el desconocido olor de los humanos. El muchachón alcanzó a pescar uno de la cola y el otro se tiró al agua. De una rápida maniobra don Carmelo sacó la lancha de entre las ramas y rescatamos al tejoncito que nadaba desesperado.
Con unas camisetas los secamos y los envolvimos para que no nos arañaran. Sin contar la cola, eran como del tamaño de una mano. Me encargué del nadador hasta que llegamos a Raudales Malpaso.
Qué vamos hacer con éllos, le pregunté a don Carmelo. "Pues no sé, los voy a vender, pero si quiere ese que trae, lléveselo, si tiene donde criarlo", me respondió, adivinando mi intención en la mirada.
Los dejamos en la casa que nuestro anfitrión tenía en Raudales y dos dias después, al terminar nuestros quehaceres, pasé a recogerlo. Ahì lo tenían, chupando mamila el viejazo. Me lo dieron con toda y la mamila, con la recomendación que lo alimentara con fruta, musú de posol y atolito agrio. En una cajita, con buenos respiraderos, me lo llevé a Chiapa de Corzo.
Al llegar a casa fue como si hubiera aterrizado la cigueña. Le pusimos Clinton, por la narizota y porque estaba de moda las aventuras linguísticas del entonces presidente norteamericano.
Como en aquellos tiempos no llegaba a mi rancho el internet, investigué en la biblioteca que los animales que aquí mal llamamos tejones son en realidad coatíes. La ciencia los identifica como del genero Nasua, de la familia de los prociónidos. En Chiapas tambien les decimos pisotes. Es pariente de los osos y los mapaches. Los mayas antiguos los usaban de mascotas y dicen que su inteligencia es casi como la de un gato doméstico. Las hembras son más halladas con los humanos que los machos. Las tejonas integran manadas y los barracos son solitarios, les gusta agarrar camino, por eso también les nombran andasolos.
Clinton se convirtió en la mascota preferida de la casa, desplazando a la perrita Pituca del cariño de mis dos hijas, que lo chunguneaban como pichi tierno. Varias veces llevé al Clinton a la chamba, presumiendo mi mascota exótica a las viejas arguenderas, me sentía como Tarzán con la Chita, en aquella película cuando visitan Nueva York.
En la casa acabaron las hormigas, las cucarachas, los alacranes y hasta las pobres cuijas y lagartijas llevaron. Por la noche, el tejón entraba al cuarto y se enroscaba para dormir en la bolsa delantera de un viejo saco de vestir, que estaba colgado entre los tiliches
Todo iba muy bonito hasta que empezo a crecer el mentado Clinton. Las garras y los colmillitos se fueron alargando. En su busqueda de bichos acabó con todas la flores del jardín de doña Juanita, mi suegra y con las plantas de ornato de las macetas. Aunque me seguía como perro nunca le pude enseñar lo básíco y la casa empezó a apestar a animal salvaje. No le bastaban el patio ni el traspatio para sus andanzas, quería estar en las habitaciones con nosotros. Las mallas mosquiteras de ventanas y puertas cedieron bajo sus afiladas garras. Mi mujer y mi suegrita ya estaban más que encabronadas con el Clinton.
Los focos rojos se encendieron cuando empezó a desaparecer por las noches. La casa, ubicada en el centro urbano de Chiapa de Corzo, está rodeada por muchos patios arbolados y predios vacíos. Algún nervioso podría envenenarlo o dispararle, era un animal extraño merodeando en las azoteas y terrenos; una amenaza para sus árboles frutales, mascotas o aves de corral. También le gustaba escaparse a la calle cuando miraba el portón abierto. Ahí me tenía el cabrón persiguiéndolo entre el tráfico, o sacándolo de abajo de lo carros estacionados.
Finálmente, un día, escuché a mi suegra que gritaba: ¡David, David, venga a ver rápido a su maldito animal¡ Estaba el Clinton comiéndose vivos a un par de pollitos que la viejita, sin medir el riesgo de la presencia del tejón, acababa de comprar para crianza. Uno estaba descabezado y se despachaba las entrañas del otro. Y mis hijas viendo la masacre.
Entonces decidimos de plano donarlo al zoológico Miguel Alvarez del Toro de Tuxtla Gutiérrez. Después de unos dias en cuarentena los especialistas nos dijeron que podría a ingresar al área de exhibición o ser reintegrado a su hábitat natural.
Como a los dos meses investigué entre los cuates del zoológico que varios tejones, entre ellos tres hembras y el Clinton, habían sido liberados en la zona de reserva del Cañón del Sumidero.
Yo lo encomendé a la Diosa de la Selva para que lo protegiera de los grandes gatos y los cocodrilos. A 15 años de distancia me lo imagino como un tejón viejo, enorme, con muchas hembras y crías, pero solitario, como todos los andasolos de su especie
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