viernes, 19 de octubre de 2012

La Ofrenda más Pura de la Tierra





El paraíso celestial que me enseñaron de niño estaba lleno de pencas de plátano, de collares de lima de chichita, de racimos de cocos y papaya fina, de piñas copetonas y amarres de guayas y guayaba, de manzanitas coletas en ensarta, entre otras frutas propias y lejanas.También lucía roscas de pan y azúcar glass pintadas de colores y realzado todo con las hojas verdes del tempisque.
 Era el cielo de la abundancia, Estaba arriba, en lo alto, encima de la nave de la iglesia del Calvario, una bóveda de vida cada octubre.
Mi abuelita Lucinda me sentaba en una banca, tenia yo 6 años, y me explicaba cada cosa y detalle de lo que se ofrendaba en las alturas. Ahí me tenía mirando para arriba hasta que me dolía la nuca." Mira hijito, esas son las enramas  y quieren decir la abundancia de la tierra, las traen a lomo los vecinos de estas riberas del río Grande y los barrios de Chiapa. Son para nuestro Señor del Calvario, bendito, que nos protege en el invierno, así como san Sebastián lo hace al empiezo de año y la primavera.

Por la calle de mi abuela Lucinda pasaban las enramas. Tronaba la cohetiza y  todos los nietos agarrábamos lugar en su balcón para observar la proseción que se acercaba. Impresionaba a la chamacada ver a  esos hombre llevando  a lomo las tremendas cargas, bajo el calcinante sol del Centro de Chiapas, con las camisas empapadas de sudor, como si les hubieran echado agua, concentrados en no perder el paso y llevar la marcha de sus mancuernas, entre la música del tambor y pito y los cánticos de las resadoras y las madrinas. A lo lejos, las campanas de la iglesia del Calvario tañían, era la señal que se acercaban las ofrendas.

Por aquellos dias nunca me pasó por la cabeza llevar la enrama; como esos hombres recios que miraba  con admiración de chamaco totoreco. Me llegaría muchos octubres después, cuando empecé a explorar el corazón de mis riberas.

En mil novecientos ochenta y tantos acudí a un predio ubicado en plena ribera Nandambúa, a orilla de la carretera, como a cuatro kilómetros de la ciudad de Chiapa de Corzo, por donde hoy se encuentra un retén permanente de la policía estatal y federal.
En una casita de tejas y adobe se reunía la gente para la salida de la enrama.
Después de que me convidaron mi posol en jícara con hielo, tuve el gusto de conocer a Don Porfirio, sabedor del teje y maneje de elaboración de la enrama. Bajo su supervisión, un grupo de hombres amarraban con mecatío las ricuras de la ofrenda mientras otros preparaban los collares empalmados de todos tipo de manzanas, limas, limones, naranjas, combinando unas con otras de acuerdo al color, como un tejido de artesanía.

Sobre unos horcones estaban colocadas las dos piezas de bambú seco, una encima de otra, unidas con pedacitos de otate y mecate,  como una escalera de mano, por eso la  llaman así, enrama de escalera. Es la más grande, la de Nandambúa, para doce cargadores. Como de ocho metros de largo los varejones, los  llevan los hombres, seis de cada lado, sobre el lomo, con unos palos macisos de guachi y nanguipo.
 Las frutas las aportan los vecinos. Conforme se reciben las colocan de manera tal que todo el peso vaya nivelado y luzca galana la enrama como una cascadita de abundancia. Las piezas están vestidas de hoja de tempisque y entre las pencas de plátano y racimos de cocos colocan las cordonadas de fruta redonda, las piñas con el copete para abajo, los melones, las guayas, las guayabas, el plátano macho, guineos, sandías y todas las demás riquezas que obsequian los visitantes.
Las señoras llevan roscas de pan y de azúcar, que se amarran  cuando se sube la enrama a las vigas de la iglesia.
 La  elaboracion de la ofrenda empieza al amanecer, y concluye como al medio día. Así, con un sol que frie craneos, inicia la procesión a la iglesia del Calvario.  En el caso de la ribera de Nandambúa, cuatro kilómetros de pura carretera, que reverbera de calor y humedad.
Adelante van los hombres echando cohetes, quemando las baterías a cada cuadra. Luego las mujeres ensombrilladas.Traen  las roscas y los arreglos florales. Al centro de la mujerada avanza la madrina de la ofrenda, carga una réplica pequeña del Señor del Calvario, enmedio de nubes de estoraque y  alabados. Luego vienen las enramas y el montón de barracos que relevarán a los cargadores. Suena intensa la música del tambor y pito.
  Unos compas, con franelas rojas, controlan la circulación del trafico de automóviles. Es la carretera internacional y por esa recta de acceso a Chiapa pasan todo tipo de transporte a rajamadre.
Después de capturar la atmósfera con mi vieja pentax 1000
 le pido a un primo que me la cuide y busco con la mirada a al profe Marianito Nangusé, tradicionalista de coraza, para que me permita entrarle al relevo de la enrama.
Un lugar se abre antes de llegar al puente del río Chiquito, una seña rápida del profe y ahí te voy, tercero del lado izquierdo, ni tiempo me da para preparme y recibir el peso que supera en mucho a mis expectativas. Se me escapa un pujido y maldigo por no haberme quitado los lentes, que después, con el sudor, resbalarán al suelo.

 De la mano de mi abuelita acudíamos el mero día del señor del Calvario a comer pepita con tasajo y el día de las enramas,  estofado de res o chanfaina.
 En el comedor de la iglesia repartían posol de cacao y en unas mesotas largas estaban los platitos con las viandas y  tortillas. De zapatos y descalzas la mujerada, conviviendo como iguales, de pie, usando como cubiertos las tortillas. Ahí estaba doña Eva, mi tía Evita , quien fue cocinera y amiga de mi abuela toda su vida. Ella, la tía Evita, me llevaba hasta la imagen expuesta del Señor y tomaba una flor de las arreglos, la pasaba con la señal de la Santa Cruz por la mano del Cristo y luego la frotaba sobre mi cabeza, mientras rezaba en voz baja algo sobre la protección de las Animas del Purgatorio. Con mi abuela, nos sentábamos los tres en la banca de madera que había sido donada por mi familia y que hasta  hoy luce grabado el nombre de doña Lucinda Gómez Grajales. Ahí escuche por vez primera de la persecución de los santos, del día cuando quemaron al Señor del Calvario, del lloradero de las mujeres al enterarse del sacrilegio, porque lo chamuscaron de noche. De los parientes cercanos a mi abuela que participaron de quemasantos y que acabaron mal, víctimas de muertes violentas y enfermedades dolorosas y prolongadas. Lucindita tuvo que esconder sus imágenes en un baúl para que su propia sangre no les pegara lumbre. Todos los años lo recordaba la viejita con lágrimas en los ojos, sentada en su banca de madera de la iglesia.

Muy chingón yo, vengo cargando la enrama con otros 11 viejazos, en la subida del río Chiquito a la plaza, una curvita cerrada que se levanta como 15 metros al nivel de la recta de la calle 5 de febrero. Creo que me dieron el relevo exactamente ahí, a propósito, para que yo sintiera la reata: una cosa es cargar la enrama en plano y otra cosa es en subida.El paso más duro es cuando se avientan las escalones de acceso al iglesia, luego le sigue la mentada curva al río Chiquito.
Y ahí me tienen, mis lectores, juntando recuerdos y dejándome llevar por la música y el olor a fruta asoleada para no sentir el piquete de la carga en la coyuntura del lomo. Y veo casi nada porque mis lentes están totalmente empañados y el sudor cae a mares de mi frente. Alguien viene gritando ¡vamos, vamos, vamos¡ entre pujidos, el tronadero de los palos y el roce de la fruta.
A la altura de la bajada del Changuti, mis lentes resbalan entre tanto sudor y no alcanzo a meter las manos para detenerlos. Caen al suelo, los que vienen atrás le pasan encima. Pues ni modo. Eso me sirve de pretexto para pedirle a  alguien que entre de relevo en mi lugar. Mi tocayo Deivi el Yellow la agarra una cuadra más adelante, en la curva del doctor Montero, en la mera entrada de la plaza. No necesito regresar a buscar mis anteojos, una viejita de reboso los trae en la mano, ella los recogió y venía atrás de mí, esperando para dármelos. Estaban doblados de las patas y el puente, pero con los cristales intactos.

El redoblar de las campanitas del Calvario era la seña que ya estaba llegando alguna enrama. Entonces mi abuelita y doña Eva me llevaban corriendo, casi cargando, a un lado de las escaleras de acceso al templo. Desde ahí contemplábamos como salía la imagen del vicario y su comitiva a recibir la enrama.
 Luego veíamos con emoción la subida de las gradas, el último esfuerzo, el más pesado. Entonces, cada una de las puntas de los palos  atravesados son cargadas entre dos, pues los hombres tienen que levantar la enrama con las manos, lo más alto que se pueda, para que la fruta colgada no pegue con los escalones. Hasta morados y con las venas chispadas del cuello suben los barracos.
Pasaba la comitiva y brincando de nuevo con las viejitas nos metíamos por la puerta lateral a la iglesia. Agarrábamos un rincón para ver la trepada de las enramas, lejos de algún coco rebotón que se desprendiera de la ofrenda y nos diera en la morra.
Arriba entre las vigas y travesaños, las siluetas de unos descamisados, con paliacates en la boca, brincaban de un lugar a otro, colocando y aventando las 3 reatas para trepar la enrama. Se mueven rápido entre el viguerío con certeza de equilibrista. Podemos ver la suelas de sus pies descalzos, gruesos, boludos, parecen de adobe. Ellos colocan  las garruchas y los lazos a 10 metros de altura para que los hombres de abajo los jalen. Antes de la trepada colocan encima de la fruta algunas trensas de pan de rosca y dulce y el letrero del barrio o ribera al que pertenece la ofrenda. Al final entre tres grupos de siete u ocho peludos suben la enrama  a pura fuerza bruta, coordinada a gritos  jalando con el cuerpo y suspendiéndose en la reata algunos.
Nunca falta que alguna fruta se desprenda en el traquetéo, así que los mirones de abajo se ponen busos para no acabar descalabrados.
Una a una van llegando las enramas. De las riberas, de San Miguel, del barrio Acapetahua, de San Jacinto, San Antón Abad, de Nandalumi y de muchas otras partes. Ahora ya se ven unas de tipo tuxtleco, que se distinguen porque traen colgadas trastos y cubetas de plástico de colores.
Todo lo que llevan las enramas se vende a precio simbólico los últimos días de la fiesta.
Doña Evita y Lucindita, mis dos ángeles de la guarda, y yo, miramos extasiados, ese cielo de la abundacia, esa ofrenda de la salud y el bienestar que engalana la bóveda de la nave de la iglesia del Calvario.  Un cacho del Paraíso del Génesis, donde sólo faltaba que se asomara adán y Eva y la controvertida mazacuata.


Después del medio día era el regreso a la casa de mi abuela. Felices de la vida, yo con mi bolota de algodón de dulce y ella con su bolsita de jocote curtido. Y como si fuera una niña, caminaba  mi viejita cantando una canción de cuna chiapaneca, de la que sólo recuerdo esta estrofa: "Capitán, capitán, cirulí, Margarita Nangularí, en su boquita la luna y sus ojitos el sol..."

Para Ma. Teresa y para Daniela
nacidos en este mes bendito
del Patrón del Calvario.