Podías pasar horas platicando con doña Juliana. Le gustaban las visitas y compartir sus experiencias y sabiduría con el que se acercara. La podías ver en su quehacer mientras conversaba contigo, no se molestaba si aparecían las cámaras o que preguntaras los secretos del oficio. Desde joven fue informante para antropólogos y también guía en exploraciones arqueológicas.
Una vez le lleve pan y ella me invito café, varias veces nos tomamos las cervezas.
Por si no lo sabías, Amatenango del Valle está como a 36 Km. de San Cristóbal y como a 100 de Tuxtla. La carretera Panamericana pasa a un costado. En una planicie, sembrado el caserío sobre una alfombra de maizal. Es el pueblo de las mujeres alfareras. Los hombres están en la milpa o adentro de la huertas, en las calles sólo miras niños y a las damas con sus atuendos coloridos. Aquí se moldean las piezas de barro sin torno, con las puras manos y se queman sobre el suelo, al aire libre, como hace cuatro mil años, antes que se inventara el horno.
Así llegabas a la casa de doña Juliana y te encontrabas con doña Petrona, su hermana, enrollando con las palmas los gusanos de barro, como si fuera plastilina, y a la joven Simona dándole vida a un tigre o a una Paloma. Doña Juliana sentada en el piso en una posición como de yoga, una pierna extendida, la otra doblada y la espalda derechita, sobándole la barriga a una tinaja esférica, enorme.
Además de atender la casa, cuidar a los hijos, preparar la comida, salir de compras y servir a sus maridos, todas la mujeres de este pueblo se dedican de tiempo completo al oficio alfarero. Desde chiquitas aprenden con miniaturas de animalitos y se mueren con el pedazo de barro en la mano.
Verlas cocer sus trastes es subyugante, como asistir a una misa en donde se santifican oficios ancestrales. Todas las mujeres de la casa participan y a veces se unen la vecinas cuando la carga es grande. Sobre los objetos de barro - ordenados, en capas, unos encima de otros - colocan enormes piras de leña y ocote que al golpe de la lumbre levantan una neblina de humo, espesa, olorosa, que se agita con el viento o te cobija. Y cuando el trastamento está al punto, las mirás corriendo a la mujerada, quitando con las puntas de los dedos los leños ardientes y sacando las piezas con unas varas largas o pértigas. Terminan las señoras con sus rostros colorados por la cercanía del calor. Y al final, cuando se empieza a enfriar el ollaje les avientan una sagrada cruz de agua de atole para que el quemado amarre y no falte el alimento en la casa de los futuros dueños de la pieza.
Es el quehacer que se ve todos los días, por los diferentes rincones del pueblo. Al finalizar la cocida del barro, las damas participantes se echan sus caguamas.
Cuando doña Juliana era niña los trastos los llevaban a mercar a San Cristóbal. El viaje era a pie y las piezas iban a lomo de bestia. Salían como a las tres de la mañana y llegaban a Jovel después del medio día. En aquellos tiempos la alfarería se limitaba a la producción de ollas, apastes y cántaros. Hoy se realizan múltiples y variados objetos de ornato y todo tipo de maceteros.
Cuenta Doña Juliana que desde muy joven su papá la mandó a trabajar con la familia de unas americanos investigadores que se establecieron en Amatenango. Ayudaba en la casa y cuidaba a los niños. También se fue de guía en las primeras exploraciones arqueológicas realizadas en Cerro Grande, Amawitz, - entre Amatenango y Teopisca y en San Nicolás, uno de los antiguos asentamientos del pueblo comiteco. Al paso de los años, los gringos se llevaron a Juliana a Sancris para dar cursos de alfarería e información de datos a estudiosos de diversas universidades del planeta.
"Despues la señora me dijo que me iba a llevar a los Estados Unidos y nos fuimos en puro carro, desde San Cristóbal. Hicimos como nueve días hasta Nueva York, pasabamos las noches en hoteles". Por allá caminó enseñando su oficio milenario y experimentando con los barros locales y hornos de alta tecnología.
El pasaporte de doña Juliana. |
Nos enseñó con orgullo el pasaporte. Sus fotos, rodeada por los mecos gringos, en exposiciones artesanales, con otras compañeras indígenas; con las familias que convivió y los niños que ayudo a criar. Aquí y allá lucía por su carácter amistoso y con todos caía bien. En una borrosa foto en blanco y negro la vemos navegando la bahía del Hudson, con cara de sorpresa, de frió y de la inquietud de "mirarme en medio de tanta agua". Era de sangre ligera la tía, reía con facilidad.
Sobre todo, los viajes le hicieron comprender el valor contenido en su humilde trabajo y por eso le gustaba compartirlo con cualquiera. A veces lo que en tu casa ignoras o menosprecias, afuera es admirado, me decía.
La ultima vez que platicamos, se quejó que no le gustaba la enorme estatua que le habían hecho por órdenes del gobierno estatal y que se puede observar en un esquina de San Cristóbal de las Casas.
"Muy negra toda, negra yo y negra mi ropa". A las indígenas tzeltales de Amatenango les gusta el color: los rojos, el amarillo, los azules. El tocado y la capita que usan traen un rayado parecido al diseño de las faldas escocesas. La indumentaria femenina de ese pueblo es una de las más bellas de Chiapas. La mentada estatua tiene un replica en la placita de Tapalapa, un pueblo muy tradicional de la región zoque. Nunca quiso que la pusieran en su pueblo, no decía nada de los variados matices que conforman la vida de su comunidad, tan apegada al coloradito del barro recién quemado.
En este momento doña Juliana está allá arriba creando palomas celestiales, soles sonrientes y toritos alegres en el paraíso de los tzeltales. Un saludo doñita, gracias por soportar mi espíritu metiche y compartir un poquito de su experiencia y de su vida. Quedan Simona, su hermana Petrona y las nietas para heredar sus enseñanzas y rememorar su noble espíritu mañana.
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