Queen en Puebla. Una Noche en la Ópera de los Sacrificios
Estaba en el último año de la Carlos Septién y terminaba mi servicio social en la oficina de prensa del Instituto Nacional de Bellas Artes en el viejo DF. Entonces me enteré que venía Queen a México: a Monterrey y a la ciudad de Puebla. Yo los conocía por dos de sus discos: Sheer Hart Atack, mi favorito, y la Noche en la Opera.
En aquel entonces, finales de los setenta y empiezo de los ochenta, ya habían aterrizado algunos de los grandes grupos de rock al territorio mexicano. Procul Harum, Chicago, entre otros; bluseros mitológicos como Willie Dixon, Muddy Watters que oficiaron en al Auditorio Nacional, la cantante Joan Baez y tambien John Mayal al que vimos en el Toreo de Cuatro Caminos. Todos excelentes pero ninguno en la cúspide de su momento como Queen.
Todos sabíamos que en México estaba prohibida la presentación multitudinaria de las mega bandas roqueras, por juicios pendejos de grupos conservadores y moralistas que pregonaban que el santo rock orillaba al desorden y a los malos hábitos de los mexicanos menores de 30 años; aquella generación inquieta. acrisolada y forjada entre el movimiento del 68 y la era de Avándaro.
Al parecer, la llegada de la Reina representaba, y así fue, la apertura de los grandes conciertos de rock que gozamos hoy, en foros y plazas abiertas, como el Zócalo de la ciudad de México.
El sábado 17 de octubre abordé mi camión en la Tapo. Muy propio, de pelo corto, lentes cuadrados, con el único saco y corbata de mi ajuar, porque soñaba, joven e ingenuo, que luciendo como un reportero "serio", armado con un par de credenciales de prensa, podría pasar, así nomás, tras bambalinas. Y con mucha suerte - qué creído yo - acreditar para una entrevista con el astro físico Brian May, mi favorito del grupo.
Llegué a la ciudad de Puebla mucho después del medio día, el concierto era hasta las nueve de la noche. Me comí unos tacos por ahí y mientras me acercaba al estadio Ignacio Zaragoza, pude observar, estacionados cerca del edificio, una docena de tráileres de cabinas de lujo, doble remolques; unos pintados de blanco o de negro, con el logotipo oficial de Queen, otros con el nombre de la gira: The Game.
En la fila de entrada había unos 100 jabalines. Con mi charola de prensa en la mano me acerqué al portón, a donde estaba un viejo bien vestido, con lentes oscuros y gafete de relaciones públicas del evento. Me presenté y empezaba a expresarle mis intenciones reporteriles cuando escuchamos gritos. En la calzada aparecieron policías a caballo con toletes, persiguiendo a unos peludos que corrían para todos lados.
"Se armó la bronca", le dije al tipo de la puerta. Me miró rápidamente y contestó apurado: "¿Es usted de prensa, sí?! Pase, pase adelante¡", casi gritó y me jaló para adentro de la primera valla de acceso. Le hizo una seña a los porteros, que ni me vieron entrar, clavados en el arguende que se desarrollaba afuera.
Así, sin usar mi boleto que me había costado 300 pesos, accedí al estadio Ignacio Zaragoza, al pie de los heroicos fuertes de Loreto y Guadalupe. Sin querer había logrado el primer charolazo de mi vida
Bajé a la cancha, caminé al escenario hasta donde pude. Ya se encontraban muchas personas sentadas ahí, en el suelo, muy tranquilas y serenas. Yo también me acomodé en el piso.
Estaba pegando fuerte el sol, me quité el saco, la corbata, puse todo en en el suelo, saqué mi libretita y la pluma bic.
Empezaba a anotar esas primeras experiencias cuando escuché un rumor que provenía del centro de la cancha: una bola de vergas, como una estampida de búfalos, corrían atropellando hecha la madre a los que estábamos sentados. Apenas me dio tiempo de pararme aventando hasta allá bolígrafo y libreta.
Como en una ola fui empujado primero hacia adelante y luego hacia muy atrás de las cercanías del escenario. Así perdí la corbata y el saco, que quedaron en el suelo y con ellas mis dos credenciales y mi cartera con el boleto de entrada sin usar y la lana justa para cenar y regresar a México. Y faltaban varias horas para que empezara la tocada.
Al oscurecer aquello parecía la escena de la película de Los Guerreros, cuando se reúnen a escuchar a su líder. En la cancha habían bandas de motocicletos de chamarras de cuero con insignias, artezánganos y jipitecas de todo calibre, punks como garbanzos, de a chingo, luciendo sus cabelleras tomahawk, que estaban de moda en esos días; por un rincón estaba un grupo de chinacos de barrio, descamisados, con brasier negro en la chichi, de boquita y ojo pintado. Habían además muchos pelados cara de porro o guacho, hasta el culo, súper acelerados. También, muy serias y propias, un par de de monjas ancianas con sus hábitos negros, rosarios y tocas blancas: más tarde alguien me dijo que eran hombres.Y desde luego miles de ciudadanos comunes y corrientes que, me consta, convivieron sin pedos y en santa paz con la crema y nata de la juventud roquera más destrampada de aquellos días lejanos.
Como a las ocho de la noche ya no pensaba tanto en el concierto, ni en las putas entrevistas, sino en cómo iba a regresar, sin paga, a la ciudad de México.
Afortunadamente, después de mucho deambular me encontré al gran Vladimir Hernández, alias el Tahue, quien fue mi vecino de cuarto de azotea en la colonia Condesa. Este amigo de Sinaloa, ya fallecido, era periodista de espectáculos especializado en rock. Había sido, junto con Carlos Baca, fundador de la revista México Canta; se codeaba con escritores de la talla de José Agustín y Parménides García Saldaña. En ese entonces trabajaba en la revista Conecte, posteriormente fue uno de las gurús del tianguis del Chopo y fundó antes de morir su revista Banda Rockera.
Pues el Vladi me prestó una lana y nos fuimos a buscar que comer adentro del estadio. No encontramos que tragar, pero sí nos topamos con un su carnal de la colonia Roma. El nos invitó medio litro de mezcal de Guerrero que traía escondido en una cantina disfrazada de binoculares.
En ese momento etílico, con puntualidad inglesa,apareció Queen en el altar mayor del estadio Ignacio Zaragoza.
Puta madre, traían una montaña en equipo de sonido y unas parrillas de luces como nunca antes se habían visto en México.
Ya no recuerdo con qué rolas arrancó y cuales le siguieron pero Queen era un grupo para escucharlo en vivo, sonaba mil veces mejor que en los discos.
No había tus pantalla gigantes ni tus muñecotes inflables, no hacían falta, sonido puro con la iluminación precisa y los cuatro compas que sabían perfectamente lo que hacían.
Now iam here, now iam there, i just .... y el big band musical de Brian May y su querida Red Special, color cereza - construida a la medida por él y su papá- que gemía con sonidos inigualados por otra guitarra eléctrica. Y la batería del meco Roger Taylor que seguramente retumbaba hasta las laderas nevadas del Popo y el Iztaccihuatl. Ahí supe que Taylor es el cantor de ese rolón de su autoría conocido como "Estoy enculado de mi Carro". Y más adelante, el bajo hipnótico de Deacon, celebrando a los pendejos que les gusta masticar el polvo - que por cierto, muchos lustros después, se las dedicaba a mis jefes culeros de la tele cuando los echaban a la calle - y toda la masa humana frente al escenario, levantando los puños en cada golpe de cuerda y de bataca.
Al frente del caos, Farrok Bulsara, la reína madre, más conocido como Frediee Mercury girando por todo el escenario, hecho una loca, con el pedestal del micro en lo alto, la diva, poseída, dueña absoluta de la noche, pregonando we will rock you. Prepárense putos porqué le voy a sacudir el cerebro y el espíritu. Una advertencia que los cuatro miembros, bien parados, de la emperatriz poblana lograron de inmediato.
Y en el estadio todo era juego de luces y un sonido potente, rebelde que de repente acariciaba cuando Frediee bajaba al pozo del piano y se aventaba Amor de mi Vida - coreada por el público ligth, sobre todo - o la tremenda Reina Asesina.
La apoteosis fue cuando salió Mercury sin camisa luciendo un sombrero de charro, al estilo del cómico Resortes, Resortín de la Resortera, y aquí está Queen para lo qué usted quiera y dónde quiera. Se soltó el clamor, de gusto, de identificación que marcó en definitiva la empatía de México con este grupo. Dicen las malas lenguas que este gesto encabronó al público, pero pensar éso sería desconocer la idiosincrasia del mexicano banda, que les encanta el desmadre y la parodia.
En la brincadera del baile, un chamaco lucía su camiseta con la estampa del rostro de Ignacio Zaragoza.
La rapsodia bohemia también fue alucinante. Cuando entra la parte de los coros gregorianos, que obvio, por la dificultad técnica, no puede ser cantada en vivo, ellos salen del escenario dando pie a un espectáculo de luces de todos colores y variantes, que se encienden y apagan al ritmo de los cantos belcebucianos. Y esto da fin con un regreso espectacular de los músicos y la parte mas prendida de la rola. Bestial.
Nunca nos enteramos en que momento empezó lo que hoy se conoce como la agresión al grupo.
En lo que seria la recta final del concierto nos pudimos acercar a menos de 100 metros del escenario y agudizando la vista observamos que volaban pedazos de pasto, zapatos, líquidos, trapos que parecían trusas o brasieres, principalmente y de manera ininterrumpida.
El grupo tocaba como si no pasara nada, los guitarristas esquivaban los objetos con cabeceos de boxeador y Mercury muy clavado en lo suyo.
De cuando en cuando May pateaba de regreso lo que caía cerca de sus pies.
No se me hizo muy rara la actitud estoica de los músicos, pues los ingleses son correosos, juegan rugby, soportaron bombardeos aéreos en la gran guerra; su cultura futbolera esta tocada por los hooligans, y en aquel entonces estaba de moda el punk, que no era nada pacífico.
La actitud del público que aventaba cosas, que eran los de hasta adelante, sí me sorprendió al principio. Muchos lustros después. leí en internet que todo comenzó porque Mercury tenía la costumbre de aventar o escupir agua hacia el publico -como hacía Johny Rotten y Sid Vicious de los Sex Pistols - y eso alebrestó al personal, que tomó la escupidera del cantante como una invitación a la agresión festiva. A los mexicanos no los invites a echar esos desmadres porque de rayo te toman la palabra.
Horas más tarde, ya medio poéticos, reflexionamos con Vladimir que la agresión a Queen había brotado de manera oscura y espontanea de las profundas raíces del Anáhuac, de inmolar a los mejores guerreros de otras tribus. Que en el regazo de los volcanes se había despertado un Tezcatlipoca de 10 mil cabezas reprimido, sediento de un sacrificio simbólico y ahí estaban esas cuatro estrellas elevando sus corazones palpitantes y sonoros, bajo el cielo mágico de los ángeles de Puebla. Esa noche de ópera sincrética en lugar de pedernales o flores o pañuelos blancos,volaban chanclas, tenis y huarachos al escenario de la piedra de los sacrificios juveniles.
Esa noche, al bajar a la ciudad, se desataron los vándalos y hubo saqueos y enfrentamientos con la policía. Las estaciones de autobuses fueron cerradas y sin vehículo propio no era posible regresar a México. Así que, entre otros miles de asistentes pacíficos, nos fuimos a acomodar en los portales de una de las plazas de la capital poblana.
Ya para no hacerles largo el cuento. Pasó cerca una camioneta llena de chavos gritando "Queen, Queen" y el Vladi se paró haciendo señas y contestó "Aquí no está Luis", porque creyó escuchar que así decían.
La camioneta se detuvo. Mi famoso compa se acercó y con su don de gentes amarró que nos llevaran en la góndola a un reventón en casa de uno de ellos.
Era un hogar poblano en el centro de Puebla, los padres del anfitrión estaban en un rancho y, supuestamente, regresaban hasta lo noche del día siguiente, domingo.
Con unos buenos discos nos empujamos unas botellas bacardiacas; comentamos el concierto. Muchos ni cuenta se habían dado de la lluvia de zapatos en la noche cuinera.
Así nos cantó el gallo a la veintena de barracos y un par de morras que estaban ahí y que pernoctamos amontados en las camas de la casa.
Como a las nueve de la mañana aparecieron en la puerta los papas del anfitrión.
Despertamos escuchando la soberana puteada que le pegaba el padre al joven de la casa. Lo bueno fue que dormimos con zapatos porque en un dos por tres el Vladimir, un servidor y todo el resto escapamos como chapulines, brincando unos sobre los balcones, otros por las ventanas del baño y por la misma puerta donde estaban los familiares adultos de nuestro joven anfitrión mirándonos anonadados.
Vladimir Hernández se quedó al concierto del Domingo y me prestó unos pesos para regresar a México.
A esas alturas del partido, agotado, hambriento, crudísimo, no quería saber nada de Queen ni sus efectos colaterales. Además tenia que trabajar el lunes y asistir a la escuela. Regresé a la gran ciudad pensando que algún día tenía que escribir esta experiencia.
Nunca imaginé que sería 37 años después
A la memoría de Vladimir Hernández que hoy descansa en el Tlalocan de los roqueros.